Entré sin saberlo en un castillo de naipes y pliegues de coincidencias y afinidades, donde había un hombre que pinta al que confundí con un porteño de idéntico nombre; un arquitecto con apellido de otro (éste último ilustre y bueno y llamado como yo, anónimo y bueno el primero), un niño muy grande con un nombre precioso de rey Húngaro y una escenógrafa poco teatral, siendo "aquella de la imagen verdadera".

Entré en una casa de nombres en la calle Magalhaes: un hombre que perdió el nombre porque en la escuela lo explicaban junto a otro (la calle de encima) y juntos era demasiado largo.

Nombres todos preciosos con los que montar una historia del Poble-Sec: Diego, José Luis, Laszlo, Verónica, Fernando y Juan Sebastián.